Me fui y no llegó.
Ya no sé si escribo todo esto para no olvidarlo, o para exorcizarlo de una buena vez.
Y, a pesar de todo, ahora mismo me podría declarar absolutamente enamorada de él. Aun sabiendo que no tiene mucho en común con mi hombre ideal, no puedo evitar pensar que, si todo esto hubiese sido de otra manera, en otro momento, hubiéramos sido una pareja genial. Podría mantener de por vida mi posición de geisha. Nada disfruté más de este tiempo juntos que haberle sacado esa costumbre de “hacerse cargo de todo” todo el tiempo. Lograr que se dejara conducir, que se dejara mimar. Besarlo de pies a cabeza, acariciarlo, hacerle masajes, aprovechar absolutamente todos los milímetros de su piel de terciopelo. Gozarlo entero. Mirarlo y sentirlo tan vulnerable, sentirme tan vulnerable que me daba miedo. Con el te amo en la boca a punto de desparramarse cada vez que sentía cómo expresaba cada instante de sexo que vivimos, cada orgasmo, toda esa pasión desatada. Todo lo que me provocaba -¿o nos provocaba?- estar uno al lado del otro, eso de nunca llegar con la ropa abrochada ni siquiera hasta la puerta de casa, porque no podíamos esperar a que levantaran la barrera de Juan B. Justo cuando veníamos en su auto.
Y la película sigue pasando: un día me produjo un momento de absoluta felicidad cuando, después de horas apasionadísimas, se quedó dormido encima mío, y roncó. Se despertó lleno de disculpas, sin saber que yo, sintiendo su peso y escuchándolo como si cantaran ángeles, estaba completa.
Su brazo alargándose para agarrarme disimuladamente en la barra de Pazzo, después de que, con una sola de sus hondas, hondísimas miradas, supo hasta dónde me tenía de enamorada, a pesar de que hacía mucho que ni nos hablábamos. La razón que dio para la distancia fue que la última vez lo habíamos pasado demasiado bien... Y yo acepté sonriendo.
De nuevo me besó toda la noche sin ningún pudor, en esa misma barra, ante la mirada atónita de los demás. Y de nuevo yo sonreía.
O acostado en mi sillón, el primer día, diciéndome lo cómodo que se sentía.
Cómo me gustaría que simplemente dijera que yo soy su amor. Sin más...
Me acuerdo de que la primera noche que vino a casa se olvidó la campera, gris y beige, reversible, suavecita. Me pasé días acariciándola, oliéndola. Otra vez se olvidó el reloj, que se había parado a las cinco de la tarde: estuve a punto de llevarlo a arreglar antes de devolvérselo. Y más adelante se dejó la agenda, y después el teléfono. Pero, claro, por el teléfono volvió a los diez minutos.
Ya no sé si escribo todo esto para no olvidarlo, o para exorcizarlo de una buena vez.
Y, a pesar de todo, ahora mismo me podría declarar absolutamente enamorada de él. Aun sabiendo que no tiene mucho en común con mi hombre ideal, no puedo evitar pensar que, si todo esto hubiese sido de otra manera, en otro momento, hubiéramos sido una pareja genial. Podría mantener de por vida mi posición de geisha. Nada disfruté más de este tiempo juntos que haberle sacado esa costumbre de “hacerse cargo de todo” todo el tiempo. Lograr que se dejara conducir, que se dejara mimar. Besarlo de pies a cabeza, acariciarlo, hacerle masajes, aprovechar absolutamente todos los milímetros de su piel de terciopelo. Gozarlo entero. Mirarlo y sentirlo tan vulnerable, sentirme tan vulnerable que me daba miedo. Con el te amo en la boca a punto de desparramarse cada vez que sentía cómo expresaba cada instante de sexo que vivimos, cada orgasmo, toda esa pasión desatada. Todo lo que me provocaba -¿o nos provocaba?- estar uno al lado del otro, eso de nunca llegar con la ropa abrochada ni siquiera hasta la puerta de casa, porque no podíamos esperar a que levantaran la barrera de Juan B. Justo cuando veníamos en su auto.
Y la película sigue pasando: un día me produjo un momento de absoluta felicidad cuando, después de horas apasionadísimas, se quedó dormido encima mío, y roncó. Se despertó lleno de disculpas, sin saber que yo, sintiendo su peso y escuchándolo como si cantaran ángeles, estaba completa.
Su brazo alargándose para agarrarme disimuladamente en la barra de Pazzo, después de que, con una sola de sus hondas, hondísimas miradas, supo hasta dónde me tenía de enamorada, a pesar de que hacía mucho que ni nos hablábamos. La razón que dio para la distancia fue que la última vez lo habíamos pasado demasiado bien... Y yo acepté sonriendo.
De nuevo me besó toda la noche sin ningún pudor, en esa misma barra, ante la mirada atónita de los demás. Y de nuevo yo sonreía.
O acostado en mi sillón, el primer día, diciéndome lo cómodo que se sentía.
Cómo me gustaría que simplemente dijera que yo soy su amor. Sin más...
Me acuerdo de que la primera noche que vino a casa se olvidó la campera, gris y beige, reversible, suavecita. Me pasé días acariciándola, oliéndola. Otra vez se olvidó el reloj, que se había parado a las cinco de la tarde: estuve a punto de llevarlo a arreglar antes de devolvérselo. Y más adelante se dejó la agenda, y después el teléfono. Pero, claro, por el teléfono volvió a los diez minutos.