martes, 31 de julio de 2007

Inevitable

Me fui y no llegó.
Ya no sé si escribo todo esto para no olvidarlo, o para exorcizarlo de una buena vez.
Y, a pesar de todo, ahora mismo me podría declarar absolutamente enamorada de él. Aun sabiendo que no tiene mucho en común con mi hombre ideal, no puedo evitar pensar que, si todo esto hubiese sido de otra manera, en otro momento, hubiéramos sido una pareja genial. Podría mantener de por vida mi posición de geisha. Nada disfruté más de este tiempo juntos que haberle sacado esa costumbre de “hacerse cargo de todo” todo el tiempo. Lograr que se dejara conducir, que se dejara mimar. Besarlo de pies a cabeza, acariciarlo, hacerle masajes, aprovechar absolutamente todos los milímetros de su piel de terciopelo. Gozarlo entero. Mirarlo y sentirlo tan vulnerable, sentirme tan vulnerable que me daba miedo. Con el te amo en la boca a punto de desparramarse cada vez que sentía cómo expresaba cada instante de sexo que vivimos, cada orgasmo, toda esa pasión desatada. Todo lo que me provocaba -¿o nos provocaba?- estar uno al lado del otro, eso de nunca llegar con la ropa abrochada ni siquiera hasta la puerta de casa, porque no podíamos esperar a que levantaran la barrera de Juan B. Justo cuando veníamos en su auto.
Y la película sigue pasando: un día me produjo un momento de absoluta felicidad cuando, después de horas apasionadísimas, se quedó dormido encima mío, y roncó. Se despertó lleno de disculpas, sin saber que yo, sintiendo su peso y escuchándolo como si cantaran ángeles, estaba completa.
Su brazo alargándose para agarrarme disimuladamente en la barra de Pazzo, después de que, con una sola de sus hondas, hondísimas miradas, supo hasta dónde me tenía de enamorada, a pesar de que hacía mucho que ni nos hablábamos. La razón que dio para la distancia fue que la última vez lo habíamos pasado demasiado bien... Y yo acepté sonriendo.
De nuevo me besó toda la noche sin ningún pudor, en esa misma barra, ante la mirada atónita de los demás. Y de nuevo yo sonreía.
O acostado en mi sillón, el primer día, diciéndome lo cómodo que se sentía.
Cómo me gustaría que simplemente dijera que yo soy su amor. Sin más...
Me acuerdo de que la primera noche que vino a casa se olvidó la campera, gris y beige, reversible, suavecita. Me pasé días acariciándola, oliéndola. Otra vez se olvidó el reloj, que se había parado a las cinco de la tarde: estuve a punto de llevarlo a arreglar antes de devolvérselo. Y más adelante se dejó la agenda, y después el teléfono. Pero, claro, por el teléfono volvió a los diez minutos.

sábado, 28 de julio de 2007

Hasta las manos...

Cuestión de honor


Él me besa y me ama
y hace en mi corazón
una fiesta.

Pero no me alcanza.
Yo quiero ver su alma.
Que sea mío
su primer parpadeo en la mañana.

Es su pasión bajo control
lo que me puede,
cuando se agitan sus latidos
fundiéndose con los míos,
cuando después de un día largo
por fin su boca me pertenece.

Otra vez me besa y me ama
y le pesan sus valores a esta historia
tanto como me enamoran.
Escribo y escribo, como si fuera la única manera de decirle -sin decirlo- todo lo que me pasa. Al fin y al cabo, escribir es casi una profesión, y no se supone que tenga que ver con el amor. Aunque... ni yo me lo creo.

martes, 24 de julio de 2007

Fiebre de sábado por la noche

¿Qué pasa conmigo que me enamoro de él que me complica la vida y altera cada uno de mis sentidos, y no puedo comprometerme ni un ratito en algo fuerte con alguien como Facundo, que parece acomodarme todo?
Facundo, que me cuida desde hace tanto tiempo, que promete una relación sólida, con quien tengo tanto compartido...
¿Pero qué me pasa?
¿Es amor o estoy terriblemente encaprichada?
¿Es tan fuerte la tortura de no haberlo poseído ni un solo minuto de los que pasamos juntos que, a veces, me parecen siglos y otras una pobre muestra gratis?
No logro nada con hacerme la que no lo veo: alcanza con una sola vez que nos crucemos las miradas para que él descubra la verdad, y se hagan añicos mis discursos liberales, ésos que yo misma me imponía inventarle cada vez que visitaba mi casa, pensando que así no se iba a sentir preso, como si ésa fuera la mejor manera de retenerlo.
Y todo el tiempo las escenas caen como diapositivas: la noche -ya la mañana- en que lo bañé y me regodeé mirándole cada centímetro de la espalda, después de haber hecho el amor por horas con la ducha abierta y la casa llenándose de vapor (podría haberse venido abajo, que yo sentada sobre él no me iba a dar cuenta). O él diciéndome, desnudos en mi cama los dos, que lo único que quería era que lo quisiera, no que lo admirara. O esa otra mañana, desayunando con María Campana, ellos dos en el sillón, y yo a sus pies, acariciándolo, mientras comentábamos cuánto nos gustábamos, y nos reíamos por haberla dejado a ella esperando en la puerta casi una hora, porque no nos podíamos despegar. Y sus manos, siempre sus manos. Y su boca recorriendo el camino que las dos habían marcado.
Lo extraño. Lo extraño tanto en mí.
Intenté dejar de venir al Bar y de ir a bailar a Pazzo, aprovechando esta distancia que en estos días me separa de Lola, y el poco movimiento de trabajo, sumado a que me parece que él estuvo de vacaciones -todas maravillosas excusas del verano-. Creo que desde antes de Navidad que no lo veía.
Pero nada cambió. El día en que por fin lo reencontré temblé, igual que la primera vez que me besó, cuando aclaré la duda que desde hacía un tiempo le planteaba a Lola, de que no estaba segura de que me gustara. Pero sí, definitivamente me gustaba. Y mucho, muchísimo más de lo que yo pensaba.
Me vine a El Bar. Siempre entro tan rápido que no llego a adivinar si está. Sí veo a Billy y al Bebe en una mesa que me queda tapada por la columna. Hay alguien más ahí sentado: tiene rulos, que podrían ser los de él. Y entradas como las suyas. Aunque parece ser un poco más alto.
Ansío verlo entrar. Esa sensación de que se me salta el corazón del pecho, de adrenalina recorriéndome el cuerpo. Ese momento de excitación absoluta que me da ni bien lo presiento me puede. Y me atrapa de tal manera que hasta me parece que no me importa verlo con una mina -o varias, como sucede por lo general- con tal de verlo.
No puedo entender cómo semejante muestrario de sensaciones puede ser unilateral. Ese reconocerse de nuestras pieles, ¿para él qué es? ¿O le pasa lo mismo, y esto es simplemente un destiempo, un desencuentro de momentos? ¿O puro delirio mío? Y él capaz que ni está enterado.

domingo, 22 de julio de 2007

Ya veterana para escribir un diario...

Es raro releer mi diario y no encontrar nada escrito sobre él cuando, en realidad, desde hace un tiempo hasta ahora, siento que lo llena todo.
Definitivamente es uno de los hombres más interesantes que conozco. Su cara tiene rasgos muy atrapantes: nariz recta y una boca cruel y hermosa. Es la clase de persona capaz de evocar todos los sentimientos: la violencia y la devoción, la malicia y la compasión, la concupiscencia, la dulzura y la pasión. Se trata de un hombre complejo, no cabe ninguna duda. Tiene un aura de autoridad que lo hace diferente. Su voz es profunda y ligeramente ronca. Anda por la vida con la cabeza erguida en actitud arrogante, mira fijo con aire despreocupado. Debajo de la ropa se nota un cuerpo poderoso, peligrosamente atractivo. Sus ojos son el antónimo de lo débil y mezquino. Son negros, inquisitivos, perturbadores. Es increíblemente buenmozo, profundo, intenso. Sus cejas hacen violenta la ternura de sus gestos. Tiene unas manos fuertes y firmes, unas piernas seguras que siempre saben adónde ir.
No sé si es un absoluto amor, o es que, no teniendo trabajo ni demasiado en qué pensar, es lo único que consigue despabilarme.
Y sé exactamente dónde encontrarlo, o al menos dónde buscarlo pero, sin embargo, lo siento tan lejos...
Desde la última vez que pasó la noche en casa (sí, creo que fue ésa vez la última, la que, sin preguntarme nada, bajó del auto con el cargador del celular, y me anunció que no iría a trabajar hasta la tarde), desde ese día ni siquiera nos volvimos a saludar.
Y extraño tanto su piel, su olor.
Pero me lo cruzo, y yo -tan madura y superada para el amor- me vuelvo una adolescente.
Si lo veo en El Bar -adonde voy totalmente a propósito, y de alguna manera me las ingenio para que hacer un ratito ahí me quede de camino (el otro día estuve cuatro horas ahí sentada, y él jamás llegó)-, bajo la vista y paso la tarde entera escribiendo de espaldas a su mesa, escuchándolo, aprovechando su perfume a limpio, sentado ahí tan al lado mío, y haciendo de cuenta que jamás lo vi.
O, como el otro día, que fui con Paco -mi hermano- a bailar, y él por fin estaba solo, atrás de la barra, de mi barra, yo acodada, demostrando lo bien que lo estaba pasando -según dice mi hermanito-, y totalmente incapaz de enfrentarlo, o articular media palabra, mirando para otro lado, mientras él iba hacia el fondo (de donde nunca más volvió) y cuando lo fuimos a buscar ya no estaba: se había desmaterializado.

Basta con que suponga que está por aparecer para que me dé taquicardia, tenga ganas de vomitar, me ponga a temblar, sienta que se me aflojan las rodillas y se me caen los calzones. Todo junto, en una milésima de segundo, y me dura toda la noche.

¿Será que el aburrimiento me tiene tan presa que me lleva a enamorar del hombre más insólito que se me pueda cruzar? Si me pongo a pensar en mi situación actual, o me aparecía una aventurilla... o me tiraba por el balcón. Hacen más de nueve meses que prácticamente no trabajo: primero con la excusa del agotamiento, luego porque Lola renunció también y seguimos la vacación, más tarde porque María Campana vino a visitarme después de diez años de no visitar el país y... ¡claro, fue una fiesta todos los días!

Con todo esto, encuentro siempre razones para ir a bailar varias veces a la semana, total... no hay responsabilidades esperándome. Es lo único que me apasiona por estos días. Llegar a ese lugar donde, a pesar de que todos nos conocemos, la luz y la bebida fabrican una anónima parodia. Cada uno en busca de un calor compartido, una ternura furtiva, un abrigo.

Me gusta bailar con los ojos cerrados: la cabeza libre de pensamientos nada en el ritmo. Allí olvido. Y deseo que la embriaguez no sea pasajera. Es sencillo: sólo dejo un momento de moverme, esperando que la música me impregne y me posea, entonces empiezo a bailar. Los pies primero, después las piernas, los brazos, la cintura, todo en mí comienza a vibrar. Y a medida que mi cuerpo se despierta mi cabeza se vacía. Me siento renacer cada vez. Desde hace un tiempo, solamente el baile me procura la certeza de estar viva.

Y ahora existe él. Que ahí mismo -y creo que por parecidas razones- se relaja con un whisky, rodeado por sus socios, casi todas las noches. Prometiendo todo menos compromiso, justo cuando yo, huyendo de una relación demasiado larga, sólo quiero divertirme.

Y -¡ay, Dios!- me vengo a enamorar así...
Para conseguir un príncipe, tengo que ser una princesa. No su alfombra roja.