El mar responde a las leyes de Iemanjá, únicamente. Y cuando así lo decide, devuelve sus tesoros a la playa.
Mi vida también.
Un martes cualquiera, cuatro y media de la tarde, yo muy de maternity, disfrutando de la quietud de mi casa, haciendo orden para dejar lugar a la ropita de Joaquín, cambiadores y esas cosas de bebés, suena el timbre.
Y, claro. Por lo absurdo no podría haber sido nadie más que él. Él, ocho meses después de nuestro último encuentro, paradito en la puerta de mi casa, con su traje Príncipe de Gales, perfumado y resplandeciente, como siempre.
Con el corazón en la garganta, las medias cayéndoseme, y mi enorme panza de más de cinco meses de embarazo, atiné a enjuagarme la cara para sacarme el gesto de entrecasa, y bajar a abrir, sin demasiado para decir y mucho para mostrar.
Y el tiempo se detuvo.
Yo no era esta futura mamá confundida. Era, otra vez y sin transición, la loca enamorada del mar, con las olas lamiéndome los pies. Sus ojos profundos, los de siempre, los míos, los que me recordaban cómo era nacer mil veces en un instante, por puro amor.
miércoles, 17 de diciembre de 2008
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