sábado, 24 de mayo de 2008

Planisferio


Recibí un mail de María Campana, contándome que está esperando un hijito. Después de hacerse de todo, porque no podía quedar embarazada, una de tantas cosas que probaron hizo su efecto. Y me entero de esto por mail, mi queridísima amiga-hermana está esperando un bebé, viviendo el momento más feliz de su vida, y la distancia perra hace que sea la tecnología la que me haga llegar la noticia, y no su voz o sus emocionados ojos. Quisiera estar con ella, abrazarla, saber cómo acompañarla. Me siento tan lejos...
El tiempo pasa. Y otros hombres en mi vida. Eso de jurar fidelidad para toda la vida resulta muy aburrido. Aunque, en realidad, cómo me gustaría tener lo suficiente de él como para no necesitar nada más.
Facundo, finalmente, después de mucho luchar por la visa de trabajo, de cambiar varias veces de destino, y de tironear de mí para que lo acompañara y lograr, de una buena vez, hacer una vida conmigo, armó sus valijas y se fue a vivir a Sevilla. Fue una despedida muy extraña, con la congoja del adiós, promesas de que el tiempo y la distancia iban a ser más cortos que lo que indica el mapa, y un beso que tenía gusto a para siempre. Me sentí vacía, como si no hubiese sido yo la que estaba en Ezeiza agitando la mano.
Por lo visto, febrero fue el mes que él eligió para tomarse vacaciones. No nos volvimos a ver ni por aquí ni por allá, a pesar de que yo cumplí con mi promesa de grabarle dos veces en el contestador mi número de teléfono. Capaz que lo anotó y lo perdió, o perdió la agenda de nuevo, o perdió el celular. (Siempre existen esas posibilidades, ¿no?)

sábado, 17 de mayo de 2008

Entrega inmediata

De nuevo la noche nos juntó sin querer. Estaba con las chicas, festejando la noticia que llegó de Paris: después de mucho tiempo y diversos tratamientos, Jackie tuvo a sus mellizos, sanos y felices. Brindábamos y bailábamos en la barra de atrás. Eran como las 5 de la mañana, y yo ya había perdido las esperanzas de verlo. Hubiera sido una lástima, porque realmente me sentía bien. Estaba bronceadita, con ropa nueva, y esperándolo ansiosa.
En una vuelta de rock, ahí estaba, recién llegado, precioso, con una remera de lino blanco inmaculado, y perfumadísimo. La exacta imagen que quería ver.
Con las caras iluminadas por el encuentro nos acercamos los dos. Largo beso. De extrañarnos. De necesitarnos.
Lo primero que me dijo fue qué bueno encontrarme, ya que había pasado el miércoles a la noche por casa, porque quería verme y había perdido su agenda cuando se mudó de oficina –dejó la sociedad que tenía con los chicos, y se fue a otra firma-. Justamente esa misma noche estaba diciéndole a mamá que el viernes iba a ser una gran día, porque lo iba a volver a ver, mientras hablaba embelesadísima, con Norberto, y le contaba por qué lo amo tanto.
Me contó que pasó mucho tiempo afuera, y de aquí para allá por trabajo. Su amante son los barcos. Ocupan más su corazón, su alma, que su vida privada. ¿Cómo competir?
Tenía que arreglar temas laborales (ay, este trabajólico que me vino a tocar en suerte...), así que se quedó un buen rato atrás. Pero yo no quería que se me escapara. Estaba tan lindo, que lo único que podía hacer era pensar en más tarde.
El momento no se hizo desear: lo llamé y se acercó rapidito, con su whisky en la mano, y no se fue más. Quizás, le dije, deberíamos ver si podemos ser amigos (¡ni yo me lo creía!). Pero ése no era su plan. “-¿Para qué? Si juntos estamos mejor que de ninguna otra manera.” Y ya lo creo que tiene razón.
Las chicas estaban ocupadas con alguien. Y no interrumpieron.
Nos fuimos de la mano, llevamos a Lola hasta Caballito –para el resto del camino, él se encargó de que un taxi la dejara en la puerta de su casa-, y nos fuimos a casa.
Entre declaraciones de que soy la mujer perfecta para él, y cuánto muere de amor cuando lo rozo, cuánto cuánto cuánto le gusto, te amos y millones de besos, sexo desesperado y abrazos fuertísimos, nos dormimos a los pies de la cama.
Nos despertó el frío. Dimos la vuelta, nos acurrucamos uno en el otro tapados hasta la nariz, casi anudados, y seguimos hasta el mediodía.
De desayuno me prefirió a mí al mejor café con leche. Y ahí nomás me tenía servida.
Se hicieron las tres de la tarde, y no lográbamos salir de la cama, para no tener que despegarnos. Pero a mí me esperaban en casa de mamá, y a él Sibila para ir al club.
Me llevó, sin dejar de besarme y derretirme –casi casi volvemos para enredarnos un ratito más, pero nos contuvimos, viendo la hora que se había hecho-, y nos divertimos en el auto, encontrando los parecidos de la gente con los actores de Hollywood (juego que yo hago hace años, y él, sin saberlo, comparte).
Floto en la verdad de mi enamoramiento. Y me río porque sí.

lunes, 12 de mayo de 2008

¿No será mucho?


¿Qué fue eso? Ni siquiera me dio para terminar de contar un solo encuentro. Un capítulo que intenté escribir en mi vida, un delirio total, que creí posible como para olvidar toda la historia de cuerda floja con él. Y, no. Claro. No funcionó. Mala receta. ¿Pero no era que un clavo saca a otro clavo, o algo así?


Resultado: una noche cualquiera de una semana complicadita sonó el teléfono. Y se me estampó una sonrisa en el alma. Era él, anunciando que venía con champagne, para relajarnos y reírnos juntos, ya que su semana tampoco había sido de lo mejor.

En menos de diez minutos arreglé la casa, tendí la cama, me depilé, me bañé, me cambié, me maquillé y, hecha una diosa, bajé a abrir la puerta. Traía tres botellas en la mano, lo que significaban dos cosas: 1) que estaba con problemas graves, y 2) ¡¡¡que se avecinaba una noche maravillosa!!!

Me pidió darse una ducha, ya que venía de todo el día en la oficina. Salió perfumadito, impecable, con sus pantalones de vestir y su perfecta camisa (¿cómo hace este hombre para que su ropa ni siquiera se arrugue durante el largo día?), pero descalzo.

Y el pronóstico no se equivocó: estuvimos toda la noche despiertos, haciéndonos masajes con aceites y, por qué no, con algo de tanto champagne que había en la mesita de luz, acariciándonos los pies, hablando de amor y cine, mimándonos, mimándonos, mimándonos. Se fue a las siete de la mañana, sin haber pegado un ojo, a llevar a su hija al colegio. Yo me desmayé, totalmente complacida y empalagada por él.

Me pidió que fuera a ver Moulin Rouge, porque entonces iba a entender lo que nos pasaba. Dice que es la película más exquisita que vio, y que, encima, habla de nosotros. No quise saber con quién fue a verla.

Se pregunta por qué no encuentra nunca el momento de pasar más tiempo conmigo si lo hace tan feliz, si mi cuerpo es el único lugar donde se encuentra en paz (sic). Soy un tarado, repite. Yo no soy quién para desmentirlo.