jueves, 13 de mayo de 2010

Un, dos, tres... un, dos, tres...


Lola cobró una plata extra, así que me invitó a cenar a Pazzo. Noche de miércoles. ¡Hmmmmm!
Ayer él me llamó -recién llegado de un viaje al sur, por trabajo-, diciendo que me extrañaba. Antes de poder avisarle que hoy estaba libre, me quedé sin batería y se cortó. Cuando logré volver a prender el teléfono, me había dejado un mensaje. Le contesté a la tarde, pero no estaba en su oficina.


Igualmente, en el momento de entrar, estaba ahí paradito, con su campera gris –la que se olvidó una vez en casa-, concurriendo a mi muda cita. Como un caballero, nos dejó comer tranquilas, y vino hacia el postre, whisky en mano. ¡Qué placer! (Yo sabía que no estaba tan mal apostar al destino.)

Desde que cambió -¿será así, que cambió, o sólo será una ilusión óptica?- nuestra relación, no habíamos vuelto a encontrarnos en Pazzo. Ahora todo está blanqueado. Libres de estar ahí, juntos, besándonos y abrazándonos. (Como si alguna vez nos hubiéramos hecho problema...) Bailamos todo la noche, tomamos champagne, brindamos por la lujuria, y hasta me di el gusto

–dejando todas mis inhibiciones detrás- de bailar salsa en sus brazos, por segunda vez en todo este tiempo. Pero esta vuelta lo disfruté: la anterior estaba como paralizada de la emoción. Creo que incluso eso hacemos bien juntos. Somos buenos de a dos. De a nosotros dos. No nos separamos un segundo. Si alguien se me acercaba (ese extraño imán que tienen las mujeres comprometidas funcionó nuevamente) él le decía que estaba conmigo. ¡Se llegó a poner celoso! Dice que sufre porque me vienen a hablar todos. Si supiera que estar con él es mi más añorado sueño, que nadie equipara ese caudal de sensaciones que me crea su mano en mi cintura...