martes, 30 de octubre de 2007



La felicidad no se produce por grandes
golpes de fortuna, que ocurren raras veces,
sino por pequeñas ventajas que ocurren todos los días.
B.F.


Yo lo amo. Lo amo por lo que significa para mí ahora. Ni por más, ni por menos. Sólo por esto que compartimos.
Las conversaciones nuestras son lo mejor que me pasa en la vida.
Lo amo por nuestro sexo, por conducirme hasta el límite absoluto del deseo, de la pasión, de la entrega sin fin.
De alguna revista que cayó a mis manos: “Occidente es el continente de los resultados, el éxito, la cima, la meta, el Oscar, el orgasmo. La finalidad ensombrece el valor de la búsqueda. Los orientales, mucho más piolas, inventaron el Tantrismo en las épocas de la túnica y la sandalia, la idea del amor como una eterna meseta del goce y la entrega, transitado durantes horas por una pareja sin pensar en el final concreto, y hasta que las velas no ardan. El sexo hasta el agotamiento sin pasar por el orgasmo. Allí no existe la idea de un minuto después, porque el vocablo ´después´ fue reemplazado por la palabra ´siempre’.”
Digo yo: si, como vengo comprobando, se pueden tener ambas cosas, ¿por qué conformarse con menos?

sábado, 6 de octubre de 2007

Incomprendida



Sólo la ardiente paciencia hará que conquistemos una espléndida felicidad.
P.N.

Otra vez esa sensación de incertidumbre metida en el pecho que no se me va.



El miércoles pasado fue mágico, intenso, tremendo. Fuimos a cenar con Lola. Él llegó más tarde, solo y de malhumor. Dijo que estaba serio porque había tenido un día complicado de trabajo. Y se quedó atrás, al fondo del lugar, hasta que se le pasó.



Se acercó al costado del escenario donde estábamos nosotras bailando, y no se fue más. Bailó con nosotras, me besó y me abrazó con un cariño inusual.



Sergito, el disc-jockey, se acercó a conversar, entendió inmediatamente la situación y estuvo el resto de la noche iluminándonos desde la cabina con el reflector, mientras él le daba clases de lambada a Lola.



Ellaiba a venir para casa, pero él quería que pasáramos la noche juntos en el hotel de la vuelta porque, supuestamente, tenía que estar muy temprano en la oficina, que queda ahí nomás, a una cuadra. Así que la acompañó hasta la puerta y le pagó un taxi hasta su hogar.


Y, ya solos, se hizo la hora de irnos. Pasamos por El Bar a desayunar, y tuvimos una de esas charlas increíbles que se nos dan a veces. Le conté que renuncié al trabajo (¡ay, sí, por Dios, me estaban terminando de enloquecer!), le comenté mi teoría de por qué me era tan importante esta relación. La respuesta fue que él siempre va a estar para mí, cuando lo necesite. Habló de cómo nos miramos de profundo a los ojos. Aseveró que yo estoy con alguien como él porque los hombres más jóvenes no saben de compromiso, de verdades, de responsabilidades. Y que, sin embargo, ni nosotros podemos hablar de lo que sentimos uno por el otro. “-Si nos dijéramos cuánto nos amamos esto se descontrolaría.”



Él dice amarme porque puede permitírselo, porque sostiene que su umbral de dolor es más amplio que el mío y que, por eso, teme lastimarme.



Hablamos de las cosas que nos importan: mi adorada familia. Tener mi propia casa. Y perderme entre sus brazos. Pero esto último no lo expresé. Claro.



A sus declaraciones lo único que contesté fue que conmigo el tema de controlar todo no le estaba funcionando, ya que, a pesar de haberme pedido que no me enamorara de él... Y así quedó, aunque el resto de la frase fuera tan pero tan obvia. Pobre, él cree que le viene saliendo bastante bien esto del control. ¡Ja! Gracioso que piense eso, cuando, en realidad, ni yo misma manejo esta situación.



Después fuimos al hotel. Me tuvo que explicar que allí pasa la noche cuando los horarios no le permiten volver a su casa (¿¿¿???), ya que fue evidente que el conserje lo tenía bien presente, además de que no tuvo que llenar su ficha de nuevo huésped, como sí tuve que hacer yo. Mejor ni comentar.



Hicimos el amor durante horas y me dijo te amo varias veces más. Pero yo no. Nunca le dije cuánto lo amo. Tengo miedo de empezar a sentir y no poder parar. Es como si, al no decirlo, no aceptarlo, no tuviera que hacerme cargo de las consecuencias.



Finalmente, nos dormimos abrazados. Después me desperté, y me quedé ahí, quietita, presa entre sus brazos y sus piernas, sólo escuchando cómo mi amor respiraba en mi hombro, acompasando sus latidos a los míos, riendo en silencio de pura alegría. Y sin querer me dormí de nuevo.



En algún momento, le pregunté qué haría por mí, pensando en que me acompañara al casamiento de mi prima. Si iría conmigo a un lugar. Quiso saber por cuántos días, para liberar su agenda, totalmente dispuesto. Me enterneció.



Nos despertamos, hicimos el amor de nuevo, y nos dormimos otro ratito. Con más abrazos. Ducha para ambos, esos besos maravillosos y, tarde para sus obligaciones y para las mías, salimos separados. No me voy a hacer cargo de las broncas ajenas por la “pequeña demora”. O sí. Total, nada más importa después de una noche como ésta.



A pesar de todo, desde que lo conozco, la vida me regala con él momentos de una felicidad tan completa, que vale la pena.



Hacía rato que no me sentía tan enamorada. Ya me preocupa. No se me ocurre que nadie más se adueñe de mi piel. Definitivamente, me quedo con esta sensación antes que con cualquier otra. Ésta, de plenitud total en el placer, de absoluta intensidad.



¿Podré ir con él al casamiento? En realidad, no tiene ninguna lógica (solamente la de mis ganas). ¿Qué va a hacer sentado en la mesa, con mi familia, como si fuera lo más normal del mundo? Es solamente una noche. De actuar como si fuéramos una pareja. Estaría más que bien. Para esa parte de la familia viene a ser algo así como el prototipo ideal. Pero, si dice que sí, temo no querer soltarlo más. ¿Cómo hago para internalizar que, a la mañana siguiente, todo vuelve a la normalidad?



El otro día, comentando acerca de las casas que se están haciendo por San Fernando, me dijo: “-Sí, hace poco estuvimos por ahí. Está muy linda esa zona”. ¿Estuvimos, quiénes? La dulce familia. Y yo... amándolo tanto. Lo peor que puede pasarme es empezar a ponerme celosa. Sería intolerable.